Estamos todos con la piel de gallina con el frío que hace y en unos días se nos va Toni Contestí a Yukón, Alaska a correr 500 kms. con temperaturas de -40ºC. El Marca nos cuenta la proeza aasombrosa de un asturiano. La distancia, 730 kilómetros, no es gran cosa para alguien acostumbrado a montar en bicicleta. Sí lo es la idea y el espíritu de la empresa: atravesar el lago Baikal, en Siberia, aprovechando los hielos del invierno, en soledad y sin ayuda externa. Esa locura era algo que llevaba rondando años en la cabeza de Juan Menéndez.
Este aventurero asturiano maquina sus retos con precisión. Sobre el mapa quedan muy bien, pero luego hay que hacerlos. Y desde luego, hay pocas cosas que le detengan cuando sale de su Pravia natal con sus cosas embaladas en grandes bultos.
Esta vez se trataba de algo nuevo. Ni desiertos, ni selva. Simplemente, agua. Agua helada. El agua congelada del lago Baikal, el más profundo de la tierra con 1.658 metros de abismo en su parte máxima. 10 centímetros de hielo soportan hasta 400 kilos de peso. Juan Menéndez sabía que, bajo sus pies, habría capas de hasta un metro de grosor. Así que las posibilidades de que los hielos se abrieran y se lo tragaran las aguas eran escasas salvo por una circunstancia: el lago Baikal registra hasta 1.000 movimientos sísmicos al año. Un pequeño terremoto y lo que es una pista de hielo puede convertirse en un gran agujero negro.
Avance desesperante
Con todos estos datos en la cabeza, una bicicleta, un carro de transporte y 100 kilos de material se presentó Juan Menéndez en la parte sur del lago. Por su forma peculiar —una especie de estrecho canal— se trataba de cruzarlo por el centro, sin tocar las orillas, acampando siempre en el hielo y sin recibir ayuda externa.
Con 361 clavos en cada rueda, Juan se metió en el lago dispuesto a pedalear y a avanzar lo máximo posible cada día. Calculó comida y combustible para 15 jornadas. Fue un iluso. A las pocas horas de estar en el hielo se dio cuenta de que iba a ser imposible. Las nevadas, el viento y el caos del hielo hacían imposible mantenerse encima de la bicicleta. Sabía que, hacia el centro del lago, encontraría lo que él llamaba la “zona limpia”, un espejo helado sobre el que pedalear como en una pista de patinaje.
Pero llegar ahí fue una odisea. Juan Menéndez pasó más tiempo empujando la bicicleta que encima de ella. Tiró de 100 kilos a través de bloques helados, con vientos de más de 80 kilómetros por hora y muchos grados bajo cero. En condiciones así avanzar es casi imposible. Un día, el ciclista sólo consiguió hacer cinco kilómetros. Desesperante.
El terremoto
Pero no fue la lentitud el peor enemigo del aventurero. Una noche, los temblores del hielo le sacaron de la tienda. Un movimiento sísmico, de los 1.000 que se registran cada año en la zona, pudo ser fatal. Caer al lago en esas condiciones supone la muerte por hipotermia en cuestión de minutos. Ni los pinchos especiales de los que Juan no se separaba para engancharse a la superficie lo hubieran salvado.
Tras muchas penalidades, llegó a la zona limpia. De los días lentos, el ciclista pasó a avanzar hasta 70 kilómetros en una jornada. No sin caídas por culpa del viento y por las irregularidades del caos helado. La escasez de comida le hizo racionar el menú diario. A menos calorías, menos energía para arrastrar o pedalear en la bici. Tuvo que hacer algunos tramos porteando los bultos. Desmontaba las alforjas, caminaba con ellas un buen tramo y volvía a la bicicleta a por otras bolsas. A veces, la falta de visibilidad le impedía caminar en línea recta, con el peligro de perder o la bici o los bultos.
Los días fueron cayendo. Juan, acuciado por el hambre, sólo quería divisar la otra orilla del lado. Se encontró con algunas roderas de los vehículos de los pescadores, lo que le indicaba que el final estaba relativamente cerca, a unos 100 kilómetros. Se le hicieron eternos. Volvió a ser imposible pedalear por la nieve y la tarea se convirtió de nuevo en algo penoso.
Diecinueve días después de la salida, Juan Menéndez divisó Seberobaikalsk, una población que marcaba el final del lago. Para quedarse tranquilo, recorrió algunos metros más hasta llegar al lugar que, geográficamente, marcaba el límite. Sacó las banderas de España y Asturias y, en tierra firme, descansó.
Este aventurero asturiano maquina sus retos con precisión. Sobre el mapa quedan muy bien, pero luego hay que hacerlos. Y desde luego, hay pocas cosas que le detengan cuando sale de su Pravia natal con sus cosas embaladas en grandes bultos.
Esta vez se trataba de algo nuevo. Ni desiertos, ni selva. Simplemente, agua. Agua helada. El agua congelada del lago Baikal, el más profundo de la tierra con 1.658 metros de abismo en su parte máxima. 10 centímetros de hielo soportan hasta 400 kilos de peso. Juan Menéndez sabía que, bajo sus pies, habría capas de hasta un metro de grosor. Así que las posibilidades de que los hielos se abrieran y se lo tragaran las aguas eran escasas salvo por una circunstancia: el lago Baikal registra hasta 1.000 movimientos sísmicos al año. Un pequeño terremoto y lo que es una pista de hielo puede convertirse en un gran agujero negro.
Avance desesperante
Con todos estos datos en la cabeza, una bicicleta, un carro de transporte y 100 kilos de material se presentó Juan Menéndez en la parte sur del lago. Por su forma peculiar —una especie de estrecho canal— se trataba de cruzarlo por el centro, sin tocar las orillas, acampando siempre en el hielo y sin recibir ayuda externa.
Con 361 clavos en cada rueda, Juan se metió en el lago dispuesto a pedalear y a avanzar lo máximo posible cada día. Calculó comida y combustible para 15 jornadas. Fue un iluso. A las pocas horas de estar en el hielo se dio cuenta de que iba a ser imposible. Las nevadas, el viento y el caos del hielo hacían imposible mantenerse encima de la bicicleta. Sabía que, hacia el centro del lago, encontraría lo que él llamaba la “zona limpia”, un espejo helado sobre el que pedalear como en una pista de patinaje.
Pero llegar ahí fue una odisea. Juan Menéndez pasó más tiempo empujando la bicicleta que encima de ella. Tiró de 100 kilos a través de bloques helados, con vientos de más de 80 kilómetros por hora y muchos grados bajo cero. En condiciones así avanzar es casi imposible. Un día, el ciclista sólo consiguió hacer cinco kilómetros. Desesperante.
El terremoto
Pero no fue la lentitud el peor enemigo del aventurero. Una noche, los temblores del hielo le sacaron de la tienda. Un movimiento sísmico, de los 1.000 que se registran cada año en la zona, pudo ser fatal. Caer al lago en esas condiciones supone la muerte por hipotermia en cuestión de minutos. Ni los pinchos especiales de los que Juan no se separaba para engancharse a la superficie lo hubieran salvado.
Tras muchas penalidades, llegó a la zona limpia. De los días lentos, el ciclista pasó a avanzar hasta 70 kilómetros en una jornada. No sin caídas por culpa del viento y por las irregularidades del caos helado. La escasez de comida le hizo racionar el menú diario. A menos calorías, menos energía para arrastrar o pedalear en la bici. Tuvo que hacer algunos tramos porteando los bultos. Desmontaba las alforjas, caminaba con ellas un buen tramo y volvía a la bicicleta a por otras bolsas. A veces, la falta de visibilidad le impedía caminar en línea recta, con el peligro de perder o la bici o los bultos.
Los días fueron cayendo. Juan, acuciado por el hambre, sólo quería divisar la otra orilla del lado. Se encontró con algunas roderas de los vehículos de los pescadores, lo que le indicaba que el final estaba relativamente cerca, a unos 100 kilómetros. Se le hicieron eternos. Volvió a ser imposible pedalear por la nieve y la tarea se convirtió de nuevo en algo penoso.
Diecinueve días después de la salida, Juan Menéndez divisó Seberobaikalsk, una población que marcaba el final del lago. Para quedarse tranquilo, recorrió algunos metros más hasta llegar al lugar que, geográficamente, marcaba el límite. Sacó las banderas de España y Asturias y, en tierra firme, descansó.
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